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Emilio Blanco
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Febrero 2020


Juan de Córdoba, Lidamor de Escocia, introducción y edición de Rafael Ramos, Alcalá de Henares, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 2020, XLIV + 286 pp., 12,5 €.



 
La colección “Los libros de Rocinante” se ha convertido con paso firme en biblioteca de referencia para los amantes de los libros de caballerías, que pueden acceder -en ediciones fiables (no anotadas) y con introducciones a cargo de especialistas- a una larga lista de textos caballerescos de fines de la Edad Media y del Renacimiento. Si hace un par de años me fijaba en La demanda del Santo Grial, en edición de José Ramón Trujillo, le toca ahora el turno a otro ejemplo raro dentro de este género, el Lidamor de Escocia de Juan de Córdoba, cuya edición corre a cargo, en esta ocasión, de Rafael Ramos.
 
           Como indicaba, los libros no llevan notas, pero sí una introducción (idónea en este caso) para que el lector pueda situar y entender el autor, el libro y su contexto. Así sucede aquí, donde las cuarenta páginas prologales, redactadas en una prosa amena y llevadera (bien distantes de la rutinaria escritura académica habitual) facultan al amante de los libros de caballerías para enfrentarse con éxito a este texto poco conocido, del que tenemos noticias casi de casualidad, pues ha sobrevivido un único ejemplar en la antigua Biblioteca Imperial rusa, hoy Biblioteca Nacional. Solo por ello la edición ya vale la pena, al poner en manos del lector contemporáneo un texto que difícilmente es accesible, no ya para cualquiera, sino incluso para los mismos investigadores. Es el primer tanto que conviene anotar para el libro, que es pura Filología en el sentido de rescatar obras y autores que se habrían perdido de otra manera.
 
           Con todo, no acaban ahí los méritos del volumen (que sería de gran valor solo por ese hacer accesible el texto). Para decirlo en pocas palabras, habría bastado con editar el relato de Juan de Córdoba y anteponer una introducción con los mínimos datos para que la edición hubiese bastado, por las razones ya señaladas en el párrafo anterior. Pese a ello, Ramos hace preceder el propio texto de un enjundioso prólogo, resultado de años de trabajo previo, que vale per se como estudio independiente sobre este Libro primero del valeroso e invencible caballero Lidamor, hijo del esforzado rey Licimán de Escocia, conocido de forma abreviada como Lidamor (no Lindamor, como se ha citado en ocasiones con cierta gracia). De la escasa valía del libro en la serie literaria en que se inserta da cuenta el editor en su introducción, e incluso el propio autor debió estar de acuerdo en el juicio estético, pues pese a prometer una segunda e incluso una tercera parte de esta historia (como es habitual en otros libros de caballerías), nunca llegó a concluirlas.
 
           La causa tal vez obedezca al carácter presuntamente semianalfabeto del maestre salmantino (¿un zapatero?) Juan de Córdoba que sugiere como hipótesis el editor moderno, lo que explicaría toda una amalgama de cuestiones analizadas en las páginas liminares. Tal vez por ello estamos ante lo que ha crítica editorial moderna habría llamado (si se permite el anacronismo) un best-seller del Renacimiento, no tanto en el sentido de éxito editorial (pues parece que solo hubo una edición en 1534, pese a que algún desliz bibliográfico ha permitido hablar de otra de 1539) cuanto por tratarse de un texto modelado sobre los constituyentes básicos de la ficción caballeresca, los formantes habituales de este tipo de relatos: el recurso al manuscrito encontrado y traducido, que esta vez no procede de lenguas raras como el griego o el caldeo, sino del cercano italiano; el carácter presuntamente “histórico”; la imprecisión geográfica, por un lado, y el itinerario por caminos poco habituales en otras novelas, por otro; las escenas galantes habituales, pero con un tratamiento más morigerado y menos salaz que en las grandes obras del género; la marca corporal característica de algunos caballeros, pero que no tiene aplicación posterior en la trama; los animales salvajes, los monstruos, las islas misteriosas habituales... Las adversativas que han seguido a estas claves genéricas dejan claro que estamos ante buena parte de los formantes habituales en el género… pero tratados de forma poco original por Juan de Córdoba, como señala Ramos en la página XVIII. Tampoco el estilo es poderoso en este sentido, pues podría decirse que la individuación procede aquí más del descuido autorial que de los propios méritos de la prosa del autor: repeticiones de palabras y de sintagmas o de comparaciones, latiguillos, sentencias diversas en boca de los personajes… que afean más que adornan una prosa que pr aquellos momentos busca desesperadamente el clasicismo. A todo ello habría que unir las contradicciones objetivadas por el editor en la estructura, que parecen testimoniar una falta de revisión, una relectura, lo que abona la tesis expuesta al comienzo de la introducción, cuando Ramos sugiere una composición oral de la obra, que el maestre habría dictado a un escribano, al tratarse de alguien sin las capacidades de escritura, pero sí de redacción.
 
           Quizá por ello, el volumen no tuvo éxito editorial en el Renacimiento, como queda señalado, y tampoco después, pues es esta su primera edición moderna, salvo algún pasaje antologado previamente, también por Rafael Ramos (y aquí habría que añadir como complemento la Guía de lectura de Sáenz Carbonell publicada por el Centro de Estudios Cervantinos en 1999). ¿Aminora todo lo señalado la importancia del libro? No lo creemos, porque la historia de la literatura se hace con los grandes autores, pero también con los pequeños y menos importantes. De hecho, solo la comparación con estos textos menores, con las imitaciones o con aquellas composiciones que ocupan lugares secundarios en la serie literaria, permite apreciar la grandeza de las obras maestras, que suelen descollar por la originalidad grande frente a la escasez de aportes de gran parte de los componentes. Eso lo sabe hoy el lector de novela policiaca como lo sabía entonces el hombre del Renacimiento: tal vez por ello el libro no tuvo reediciones, pese a que es más fácil gustar a diez mil que a mil, como es notorio. El lector actual preferirá sin duda, si decide leer una novela de caballerías, quedarse con una de las primeras (el Amadís de Gaula, del que también ha escrito el profesor Ramos) o con casi la última, el Quijote cervantino. El especialista, el investigador en la prosa de ficción caballeresca de los siglos XV y XVI, a buen seguro elegirá ahora este otro tipo de libros, quizá de peor calidad literaria, sí, pero sin duda más raros y curiosos.

Emilio BLANCO
 
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